Rodrigo salió de la empresa que había heredado de su padre. Sentía que la buena racha estaba de su lado, según las idas y vueltas de la economía que se marcan en zigzagueantes gráficos que a veces parecen querer devorarse todo. Tras la reunión con los asesores y contadores, parecida a un aquelarre donde se manejaban, además, los destinos de los trabajadores, Rodrigo se despidió de su secretaria. Cerró la impecable puerta de vidrio esmerilado que separaba su búnker del resto de los salones de encuentros. En el centro del hall una fuente con agua y nenúfares trataban de humanizar el lugar dando un aspecto de serenidad, zen tan de moda en esta era “new age” promocionada para alcanzar la paz interior. Columnas de cemento sostenían el verde parejo de las que trataban, infructuosamente, de parecer plantas desde su plástico trabajado, sin esbozos de vida natural aunque muy bien logrado el efecto. Amortiguaban la sensación de frialdad de los ásperos números que bailaban su danza fría y especuladora en el ambiente laqueado, brindando la imagen de un cónclave de reyes entronizados a los que se les rendía un culto especial. Cuadros con firmas auténticas convivían cuidadosamente sobre las paredes blancas, asépticas, huérfanas de calor humano. En una de ésas se lucía un ventanal interminable donde los cristales parecían ausentes de tan transparentes, permitiendo ver las primeras luces de la ciudad en ese atardecer frente a un río recuperado, en esa zona donde la economía debía mostrar su esplendor. Manos artísticas lograron expulsar su podredumbre de esas aguas hacia las zonas marginadas donde no deslucirían nada. La guardería de yates contenía las naves de la opulencia. Rodrigo desoyó el aviso de la secretaria –señor, tiene un llamado del sector cobranzas de la papelera. -Me fui, Yanina, respondió con un guiño, hoy fue un día magnífico y me gané un descanso. Si llama mi mujer decile que estoy en una reunión. Salió del lugar, esperó el ascensor que lo llevaría directamente al subsuelo donde una hilera de autos de alta gama esperaba por sus dueños, todos miembros del directorio. Atrás quedaba la pila de faxes, reclamos, cheques en rojo y cheques a cobrar, resúmenes de tarjetas de crédito sin límite y Yanina con su día similar al anterior y al siguiente. El hombre subió a su coche, se colocó el cinturón de seguridad mientras tarareaba una pegadiza canción que parecía indicadora de lo que viviera en ese día: un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás. Así es la vida, pensó, nos da sobresaltos pero cuando llegan las alegrías uno se llena de cosquillitas en la panza. Y hablando de cosquillitas: Loli. -Qué buena tarde para festejar con ese bombonazo ¡qué mina, ninguna como ella en la cama, te hace volar la perra! Y la llamó para avisarle que iría hacia su departamento, mientras las cosquillitas aumentaban y el corazón latía desenfrenado. Afuera llovía, el frío estaba haciendo su aparición de a poco. Rodrigo manejaba por las calles selváticas donde las tarántulas se empachan de insectos. -Carajo, dijo, me comí el semáforo en rojo justo ahora que andan con las multas a dos manos. M’a sí, no pasa nada, quién será el cojudo que se anime con uno, pensó desde la inmunidad que salpica de soberbia empequeñeciendo la cordura. Estrenó su celular de última generación con una pregunta –Hola Loli, mamita, no sabés cómo te pienso hace que se yo cuánto ¿Cómo estás para recibir a tu eterno enamorado? -Voy para allá, preparate porque hoy te mato a besos, agregó con la voz pastosa por el deseo. Cortó y giró en la avenida siguiente que le pareció cubierta por una capa de terciopelo. Imaginaba el encuentro, los momentos siguientes antes de volver al infierno de su casa donde lo esperaba su absorbente mujer y esos demonios a los que ella no sabía ponerles límites… -Hoy llegaré bien tarde, dijo para sí, por lo menos zafaré de su bochinche. No soporto a esos pendejos. -Con Loli se te acaban todas las penas, Rodrigo, se repetía mientras estacionaba su auto frente a una joyería para comprarle un regalito a la abnegada amante que lo único que tenía para con él, era amor alimentado por pilas de sí, inagotables. Unas cuadras más adelante entró en el estacionamiento del edificio que daba la impresión de haber escapado de un cuento de jeques. Esperó el ascensor que lo elevaría al cielo donde lo esperaba Loli. El lugar era también un regalito brindado unos años atrás a la muchacha. La atención suficiente como para que la amada siempre estuviera dispuesta para acceder a sus requerimientos. A lo lejos aullaba la sirena que marcaba el fin de la jornada para los trabajadores de la empresa. Tonio se despedía de sus compañeros diciéndoles –no me saco el mameluco, se me va a ir el tren y quién sabe a qué hora sale el próximo, este último tiempo andan con demasiada demora. -Este dolor de espaldas me está matando, encima hoy el tipo se fue temprano y no dejó depositada la quincena, ya tenemos dos días adentro, puta madre, que largo se hace. En una humilde vivienda del conurbano, Amanda esperaba a Tonio. Hacía falta comprar las zapatillas para el niño del medio y la leche para todos. –Ojalá hoy haya cobrado, pensaba. La espera, a veces, bailotea como los vaivenes de una ilusión que se va alimentando con las horas, los días, los meses, aunque luego se convierta en decepción, desalmada situación que hasta es capaz de cortarle el paso a la salida de las palabras que mueren atragantadas, dejando un gusto a acíbar en la boca y retorcijones en las tripas. -Pucha, se me fue el bondi, exclamó Tonio mientras daba una patada al aire, ese gas imprescindible capaz de tolerar hasta las reacciones más primarias cuando la bronca estalla, ahoga el grito que muere en la garganta y la oprime y la carga de resentimiento y te hace desear que la muerte se apiade y de una vez te recuerde. Cuando llegó el próximo colectivo trepó como gato enfurecido, quería llegar a su casa pero no sabía para qué con los bolsillos tan vacíos como seguramente estarían los estómagos de la familia. Al llegar a la estación de trenes, no se apuró para subir. Ya le daba lo mismo tomar ese que el otro que saldría una hora más tarde. Tonio sentía que no podía enfrentar los ojos de Amanda que le preguntarían, desde su profundidad: ¿cobraste? Tonio se sentó en un rincón, la muchedumbre pasaba al lado suyo pero no podía distinguir si eran humanos o simples hormigas como él. En el impresionante departamento, las cortinas de voile importado parecían danzar al compás del ritmo de la pasión de Rodrigo y Loli. Todo era armónico en el lugar, el amor estallaba empapando el ambiente, mientras haces de luz tenue acariciaban la noche. En el lugar parecía que llovían estrellas y luceros. Los candelabros titilaban y el viento mecía la llamita como si fueran lilas en el campo. Cuando Tonio llegó a su casa los niños ya dormían. Miró los ojos de su compañera, ella miró los suyos. No hacían falta palabras. -Tenés cara de cansado, te preparo unos mates mientras te bañás, dijo Amanda con esa comprensión amiga íntima de la miseria. Lejos de allí, en el cuarto espejado, entre el perfume de los aromatizadores y la explosión de color de las rosas rojas en jarrones de porcelana, Loli despedía a Rodrigo. -Sabés papuchi, estoy preocupada, aumentaron mucho las expensas, decía con la boquita redondeada que era su arma más convincente. -Mi amor, descansá tranquila, cuál es el problema. Mañana no faltes al gym que te hace muy bien. Cuando entenderás que trabajo como una mula para que no te falte nada. Amanda puso la pava y el mate sobre una mesa desvencijada. Rodrigo dejó un cheque sobre la mesita de ébano tallada finamente. Tonio preguntó a su compañera, si habían comido los niños. Loli hizo otro mohín y ronroneó como una gata, antes de acomodarse entre las sábanas de satén, mientras el amante la contemplaba admirado. Rodrigo salió de la habitación sin hacer ruido, subió a su auto y se colocó el cinturón de seguridad, encendió el estéreo desde el cual se escuchaba “ay amor que se rompe el alma…” Amanda pasó la yema de sus ajados dedos sobre sus ojos, recordando los agujeros en la suela de las zapatillas del niño. -Tranquilo Tonio, dijo suavemente, ya vendrán tiempos mejores. Tonio miró el mate tragando sus lágrimas La noche extendió su manto sobre la casa sin revoque con el piso de tierra apelmazada. ©Nechi Dorado
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